Cultura en movimiento

Una pescadora descansa de su tarea mientras mira el mar. Cristina Hermoso de Mendoza utiliza esta imagen de Sorolla para reivindicar la importancia del descanso y la contemplación, esos pequeños gestos que cada vez practicamos menos en nuestra vida contemporánea: «Me imagino a esta pescadora intentando hacer un alto en el camino, respirando, siendo consciente de dónde está. Sorolla era un gran observador de las mujeres y en ese rostro ambiguo muchas nos podemos reconocer. A su lado, se sitúan los cestos que bien podrían ser los smartphones de nuestro tiempo».

Una enigmática pieza escultórica del desconocido artista italiano Medardo Rosso, una maternidad realizada en cera sobre yeso, que la hace parecer inacaba, al tiempo que le confiere una textura especialmente humana, es la que elige Luis Conde-Salazar para reivindicar a este escultor que en palabras de Umberto Boccioni era «el único gran escultor moderno que había intentado abrir un campo más amplio para la escultura».

Manuel Rodríguez Rivero se detiene en el Sorolla menos conocido, no el de la luz exuberante del Mediterráneo, sino el de «el paisaje humilde e híbrido» del Cantábrico en San Sebastián. Aquí donde el mar muestra otras tonalidades y las nubes, las montañas y la industria portuaria transforman la mirada y la paleta del pintor valenciano en pinceladas y tonos simbolistas.

«La niña aprieta las rejas de los dedos por: el robo de una vida a través de una imagen. La impudicia de mostrar lo que no nos pertenece. La ausencia fosilizada», escribe Marta Sanz sobre esta fotografía que muestra y oculta al mismo tiempo. La autora interpreta los pliegues de la palabra «fotomatón», en una imagen que nos interpela y nos hace preguntarnos por el sentido que oculta ese rostro negado.

Una imagen de un objeto aparentemente intrascendente, casi una naturaleza muerta, como pueden ser, en este caso, unos guantes que Ilse Bing inmortalizó unidos al nombre de Daisy Fellowes, (dotándolos así de un relato posible), se convierten, por obra del azar, en otro relato imprevisto y misterioso, el que nos descubre Àurea Perelló en un juego de espejos con nuevos personajes y nuevos escenarios posibles a partir de una imagen casi idéntica.

Una fotografía siempre nos lleva a algún lugar de nuestro pensamiento. En este caso, el Cartel despegado de Anastasia Samoylova le hace reflexionar a Xita Rubert sobre ese «intervalo que no es ni vida ni muerte, sino despegamiento intermedio, cuerpo desconchándose…», «el principio de la decadencia». Y también algo más, «el misterio de la percepción», mirar una imagen e incorporarla a nuestro imaginario. Y la necesidad del mirar y el deseo de la propia imagen de ser descifrada…

«¿Y qué podría ser La Paz sino este lugar de aspecto hogareño invitándonos a habitar sus entrañas? Dan ganas de adentrarse en ese refugio noctámbulo envuelto en luz tenue donde se puede leer, fumar, hablar, pensar o, simplemente, estar», escribe Eloísa Otero sobre este café de Buenos Aires, en el que se cruzan vidas y se encuentran pasos. A través de esos cristales apacibles de un café y de quienes se sentaron, en algún momento, al otro lado, en sus mesas, puede leerse la historia argentina de las últimas décadas.

Esta imagen de Zuviría le lleva a la escritora Aloma Rodríguez a revisitar sus recuerdos: el lavadero rural de su infancia, las lavanderías de los estudiantes erasmus y los iconos cinematográficos en los que este espacio se torna casi simbólico: Cosas que nunca te dije, de Isabel Coixet o Mi hermosa lavandería, de Hanif Kureishi. Toda una poética de cómo en la escritura (y en una sola imagen) se mezclan lo vivido y lo soñado, con ese tono azul de la memoria.

Roberta Quance toma como punto de partida la mitología griega y sus figuras femeninas fúnebres para interpretar este enigmático Santuario de Leonora Carrington. Se trata de un espacio pagano, un universo, el de Carrington, lleno de misteriosos símbolos y jeroglíficos, donde las Furias, «antiguas diosas ctónicas, del seno de la Tierra, llamadas a defender un arcaico régimen de justicia», parecen disponer «los trofeos de un viejo poder» emanado de las profundidades.