Cuando Graciela Iturbide vuelve a la población mexicana de Chalma, décadas después de haber retratado el tumulto enmascarado que recorría sus calles durante las fiestas populares, su mirada parece haber cambiado completamente. Persiste el blanco y negro de sus inicios, irrenunciable a lo largo de su obra, aunque este se ha hecho más rico, más amplia su gama de tonos, más táctiles y densas sus texturas, más evocadoras sus superficies. Pero, sobre todo, frente al bullicio efervescente de las fotografías de antaño, regido por la mueca macabra de una calavera danzante, lo que resuena en estas nuevas imágenes es un súbito silencio.

En la obra última de Iturbide está presente una de las paradojas que caracterizan parte del arte moderno: la mirada atenta a la superficie —visual, sonora, verbal— revela nuevas profundidades. La densidad humana es sustituida por otra, que es sensorial, material y atmosférica. Frente a la dura geometría que secciona la superficie de la imagen en cuatro cuadrantes casi perfectos, se manifiesta lo que escapa al cálculo: lo inconmensurable de la materia y el tiempo presentes. Y hay una doble temporalidad, encarnada por la duración del hormigón frente al instante robado al devenir de las nubes. Una síntesis que configura una retórica de lo sacro que abre el lugar —esa construcción detenida indefinidamente— a la espera, a lo que siempre está por llegar.