Un plato alimentado de claridad
José María Parreño
Alexéi von Jawlensky
Mesa negra, 1910
Zentrum Paul Klee, Berna. Depósito de colección particular
La claridad, que esa mañana colmaba la habitación, empezó por escurrirse como polvo de oro por las grietas más profundas. La que queda, patina por un entarimado suavizado por el uso. Por si fuera poco, la madera ha desplegado esa seriedad tan suya, que a veces raya en la tristeza (la tendencia del aparador a devenir catafalco, de las sillas a parecer esqueletos de cualquier otra cosa). Mientras, la mesa se derrite como una onza de chocolate bajo el sol de la muerte. Mientras, la escena entera huye asustada hacia el fondo. Mientras, el minuto y el siglo han cruzado el umbral y son los nombres más recientes del olvido.
Era 1901. Al pintor ruso Alexei von Jawlensky le faltaban exactamente treinta y siete años para morir y sin embargo aquella tarde se dio prisa. Sabía lo importante que era su tarea. Que sin él ese plato desaparecería para siempre, devorado por la jauría del pasado, siempre a punto de alcanzar el presente.
Nadie que lo haya visto puede olvidarlo. Un plato alimentado de claridad, al que se asoman dos flores que le entregan candorosamente su color.
Hay albas de nácar y mejillas incendiadas de amor. Pero no hay rosa como el de ese plato.
Un rosa que, como cualquiera, necesita de sus semejantes para ser todo lo que puede ser.
Ese plato que en su curva de velódromo cansa a la luz, que tanta prisa tiene por marcharse.
Ese plato es el último ojal que se desabrocha el día antes de irse a dormir.
Sin él, no alumbraría la bombilla pelada del Guernica, cuya luz copia la valentía de su forma.
Sin él, las botellas solteras de Morandi no habrían tenido un ejemplo que seguir.
Sin ese pétalo deshojado del sol, ese cero tumbado, esa sílaba blanca, el mundo sería un poco peor, más triste, más grosero. Y acaso la vida estaría definitivamente derrotada.
Ese plato dice que, aunque todo camina hacia su fin y no haya certeza donde apoyar el pie, existe la plenitud del instante.
Por eso ese plato te sostiene la mirada.