Somos cuerpo
Inés París Bouza
Auguste Rodin
L’Homme qui marche, grand modèle [El hombre que camina, modelo grande], 1907
Musée Rodin, París
© Musée Rodin, photo Hervé Lewandowski
Alberto Giacometti
Homme qui marche II [Hombre que camina II], 1960
Fondation Giacometti, París
© Alberto Giacometti Estate / VEGAP, 2020
Acepto entusiasmada escribir sobre una pieza escultórica. Supone partir de algo material para crear un texto, un ejercicio inverso al que estoy acostumbrada: escribir palabras para que finalmente nazca una película o una serie.
He elegido las figuras con las que culmina la exposición: Los dos hombres que caminan, el de Rodin y el de Giacometti. La escultura de Rodin es un tronco con unas piernas poderosas: muslos firmes, gemelos dibujados, pies de corredor. Faltan cabeza y brazos. Nos recuerda a un guerrero o a un atleta griego después de un combate, mutilado, pero milagrosamente vivo. Sólido. Inalterable. Eterno. Por el contrario, la escultura de Giacometti es de una fragilidad pasmosa. Un hombre delgadísimo, aéreo, al que todo su cuerpo apenas basta para sostener. Me hace pensar en Kafka («Un artista del hambre») pero su fuente son los Star Gazers, unas figuras de caminantes del pueblo dogon que miran hacia el cielo. El hombre de Giacometti, no. Él lo hace al frente, hacia un futuro que debe construir. Si es capaz.
Descubrí a Rodin a los quince años en mi primer viaje a París. Entonces quería ser bailarina, una actividad a la que dediqué mucho tiempo con pésimos resultados. Pero que, al menos, me dio una conciencia de lo corpóreo y del movimiento que me ayudó a disfrutar enormemente de la visita al Museo Rodin. Llevaba conmigo el pequeño ensayo que Rilke dedicó al escultor y donde relata cómo el artista, en los talleres, obligaba a los alumnos a permanecer detenidos ante los enormes bloques de piedra hasta que vislumbraban la forma que estos contenían. Les «enseñaba a ver». Pero lo fascinante para mí comienza después, cuando los alumnos, armados con un cincel o con enormes martillos, sudorosos y agotados, arrancaban de la roca la escultura.
Esta tarea creativa que implica el cuerpo del autor es lo contrario de lo que nos toca hacer a los escritores enclaustrados en el mundo de la palabra escrita. Sentados, rígidos, olvidados de nuestro cuerpo. Y es por esta necesidad de recordar que este nos constituye como profundamente humanos (aunque nuestra civilización tienda a negarlo hasta que desastres como esta pandemia nos lo restriegan por la cara) que he elegido estas esculturas.
La humanidad, imaginada como firme y eterna, o retratada en su fragilidad, neurosis y caducidad es siempre la imagen de un cuerpo. Un cuerpo que camina. O lo intenta.