Termine usted lo que acabé yo
Luis Conde-Salazar
Medardo Rosso
Aetas Aurea [La Edad de Oro], s. f.
Cortesía Amedeo Porro Fine Arts, Lugano / Londres. © Amedeo Porro Fine Arts Lugano / London
Es intrigante. Probablemente la que más de cuántas maternidades escultóricas (y no escultóricas) haya contemplado. Una creación acabada que en realidad no lo está, como ocurre con casi todos los trabajos de Medardo Rosso. Pero en especial con los realizados en cera, los más sorprendentes, en los que los personajes parecen intentar escapar de una prisión blandita vigilada por rudos y tradicionales guardianes académicos. «Sí, usted, espectador. Busque el camino, mire bien, encuentre la luz, descifre ese final que le he dejado abierto», podría haber dejado dicho el autor, que da las pistas para que sea el observador quien haga el esfuerzo de resolver el enigma. O se quede sin premio…
Rosso nació en Italia, abandonó (o más bien fue expulsado de) la única academia en la que puso pie, la de Milán, cuando gritó en favor del estudio de la anatomía a través del desnudo y tras polemizar por dar por finalizadas obras en cera, entonces material considerado intermedio, un boceto, un paso previo al mármol o el metal. Pecados mortales que le llevaron a París, donde fue considerado un precursor y pionero del impresionismo escultórico. Amigo de Degas, compitió sin éxito con el celoso Rodin, la figura que le eclipsó y con quien cruzó algunas palabras no precisamente amables. Alcanzó cierta fama antes de ser olvidado por largo tiempo y su memoria se recuperó, cosas de la vida, cuando muchas de sus obras ya habían desaparecido, las terminadas en cera por su fragilidad y las de bronce tras ser refundidas para quién sabe qué.
En La Edad de Oro –una de las varias que hizo– no queda claro si el pequeño, su hijo Francesco, fruto de la unión con la sufrida Giuditta Pozzi, ríe, llora o bosteza. Pero intrigar, intriga. Tampoco la madre es muy clara en su gesto. Bien podría estar dándole un tierno besito, sin más, mientras acaricia su cara, o susurrándole algo tratando de calmarle ante la inacabable turrada de sesión de posado al que está siendo sometido por su padre, el muy cruel, el muy artista. Puede que una de estas opciones sea la buena; tal vez ninguna. Hay que elegir, imaginar un fondo del que brotan las figuras atrapadas, congeladas en esa suerte de «carbonita» en la que Darth Vader petrifica a Han Solo en El Imperio Contraataca. Carbonita dulce, en este caso, una aleación imposible y en apariencia comestible entre caramelo toffe y mármol.
En Manifiesto técnico de la escultura futurista (1912), Umberto Boccioni decía de él que era «el único gran escultor moderno que había intentado abrir un campo más amplio para la escultura». Por algo sería.
Luis Conde-Salazar es escritor, guionista y periodista.