Somos resonancia y somos aire
María Ángeles Pérez López
Lee Friedlander
Cincinnati, 1963
Colecciones Fundación MAPFRE
© Lee Friedlander, cortesía Fraenkel Gallery, San Francisco y Luhring Augustine, New York
Miguel Ángel Tornero
Sin título (the random series -romananzo-), 2013
© Miguel Ángel Tornero, VEGAP 2022
El ojo es un tambor y su resonancia perdura en el aire. ¿Cómo medir esa reverberación en la que somos? Permanece al menos cinco décadas, las que median entre las fotografías de Lee Friedlander (Cincinnati, 1963) y de Miguel Ángel Tornero —Sin título (the random series -romananzo), 2013—, pero no se cierra aquí, su pervivencia es tan larga y exigente como la del ojo que se asombra y detiene en las diversas capas de imágenes sobrepuestas. En ese momento la visión alerta a la mano para que aprenda a decir (y borrar) tal suma de texturas, del mismo modo que cada década engendra su tótem y lo hace caer.
Persiste aquello que no podemos apresar porque pertenece a la vez al reino del adentro y del afuera. ¿No es una resonancia precisamente ese son que no se posa en un lugar concreto, sino que se desliza entre lo interior y lo exterior haciendo inaudible su propio confín? Como si las imágenes caminasen por las diversas cámaras cerebrales y aventaran la grava en el oído. Colchas, transistores o farolas ocupan el mismo lugar fantasmagórico del cielo apagado. Alguien nombra una ciudad en Estados Unidos y de sus interdentales cae también la grava de su cielo tan gris. Cincuenta años más tarde exactamente, otro fotógrafo atrapa los trajes que conviven, muy quietos, con el fruto sin vida de las pescaderías. Apenas aparece lo humano (medio rostro, medio cuerpo) en la tarea inflexible de los pliegues. ¿Será que hay muchos afueras de los que brota esta carnalidad helada?
Recorrer las calles y detenerse en sus escaparates es aquí hallar lo insólito, lo que corresponde al reflejo o las imágenes superpuestas en su intensidad fría y poderosa. Andy Warhol realizó el viaje contrario: desde dentro del supermercado las latas de sopa Campbell quedaban fijadas en lienzos serigrafiados. Pero en las fotografías de Friedlander y Tornero no hay dos dimensiones sino al menos tres, porque las calles de Cincinnati en el primero, o aquellas calles, en el segundo, sobre las que puede disponerse un sorprendido banquete sensorial, hacen visible el cristal de los escaparates y nos invitan a detenernos, a recordar que la experiencia de ver y de mirar nunca son idénticas. Lo sabe Jean-Luc Nancy: cada orden de los sentidos entraña su «naturaleza simple» y su «estado tenso, atento o ansioso»; ver y mirar.
Fascinación, entonces. Y la resonancia como la convicción de que ese son que no se posa concibe numerosas dimensiones para lo real (y lo irreal), y vibra en cada una de ellas porque toda resonancia es un modo de amplificar el tiempo, de imaginar que en el parpadeo se colman imágenes (y décadas) por las que desplazarse, para que ninguna figura humana sea maniquí y pueda levantarse hacia el cielo inverosímil de Cincinnati.
Porque somos resonancia y somos aire, aquello que pulsa en el tambor del ojo.