La intimidad es un arte
Daniel Gascón
Lee Friedlander
Maria, Las Vegas, Nevada, 1970
© Lee Friedlander, cortesía de Fraenkel Gallery, San Francisco
«Hay algo muy emocionante en la vida cotidiana», decía el cineasta Robert Benton en una entrevista sobre el oficio del guion, y recuerdo esa frase al ver esta imagen que muestra una especie de felicidad plácida: en buena medida la indica el desorden, la cama deshecha, la camisa colgada en la puerta. Ella mira con la cabeza un poco inclinada, la postura tiene algo irónico y afectuoso a la vez, una intimidad ociosa. Está acostumbrada a que le hagan fotos. No es el caos de la juerga ni la resaca, es el leve descuadre de la vida.
Friedlander hizo fotografías a su mujer y a su familia durante más de sesenta años. De esas fotografías señalaba Chris Wiley en el New Yorker que atrapaban por «su atmósfera de inevitabilidad informal». El paso del tiempo –y hay algo de él en esta foto, con la diferencia de luz, aunque también signifique otras cosas– quedaba reflejado en esa serie, donde aparecían Maria de joven, en su mediana edad, los hijos y los nietos. Era la paradoja central de la fotografía según Wiley: puede congelar el tiempo, pero no detenerlo.
Es íntimo y a la vez consciente, lleno de requiebros: es un fotógrafo poético y las imágenes están cargadas de bromas y rimas. Hay un tríptico; se duplican las cosas, como en muchas de sus fotografías, como en los sueños y los chistes. Es un retrato de ella y un retrato de él, la sombra sobre el cuerpo: en cierto modo un abrazo. A los dos lados de ella se ven dos caminos: uno vertical, otro entre los árboles. No pueden saberlo, pero es difícil no pensar en el tiempo por delante. El problema clásico de la comedia es el matrimonio: es decir, el problema de la identidad, escribió el filósofo Stanley Cavell. La inocencia no se obtiene de una vez por todas, decía; siempre hay que volver a recuperarla.
Parte de la emoción de lo cotidiano reside en que alguien se detiene un momento a mirar: en el artificio que detecta y registra una riqueza inesperada. Por eso conviene dejar esa puerta abierta, como recomendaba Renoir en los rodajes de sus películas: uno nunca sabe quién va aparecer por ahí.