Sótanos y tablaos
Víctor del Río
Ilse Bing
Bailarina de cancán [French Can-Can Dancer], 1931
Galerie Karsten Greve, Saint Moritz / París / Colonia
© Estate of Ilse Bing
Los tablaos son lugares donde olvidar la moderación y suspender durante un rato las buenas costumbres. Como si necesitaran un desagüe, la mayoría de los constructos sociales consienten sótanos y teatros para el espectáculo del escarnio y de los bailes febriles. Desde las tabernas flamencas al Moulin Rouge, una red de túneles se comunica bajo los templos de la cultura más solemne. Y puede que, por su parte, el sótano mismo sea también una figura del tarot, al mismo tiempo profético y autocumplido, del siglo XX, una figura que nos remite a los refugios antiaéreos bajo la sobrecogedora llamada de las sirenas. Así que algunos sótanos prometían a los refugiados un agujero por el que escapar de la insoportable amenaza de la guerra y la violencia, mientras otros eran escenario de la tortura. La evasión y el infierno a veces solo están separados por una puerta o por un umbral indiscernible.
Los cabarets, ya estuvieran en sótanos o a ras de tierra, proporcionaban un refugio de orden amoral donde, finalmente, no importara nada o casi nada. Por eso, los bailes que se practican sobre las tablas de esos lugares no siempre son armoniosos, algunos como el cancán son casi una marcha militar acelerada y burlesca. Aquel baile que se convirtió en un icono del desenfreno de aquellos años, los años finales del XIX, y las primeras décadas del XX, era practicado originariamente por parejas acrobáticas, hasta que la costumbre descartó a los bailarines y se resumió en una coreografía esencialmente femenina. Con sus enaguas y sus piernas en alto, ellas vapuleaban las miradas de los hombres ávidos y bebidos, a decir verdad, principales beneficiarios de los espectáculos subterráneos.
En el retrato que Sigfrid Krakauer hace del París de Jacques Offenbach a través de la biografía del músico de las operetas y del cancán, se recoge de forma magistral el magma del que surge una nueva fórmula para la cultura del entretenimiento. En realidad, es la génesis misma de la cultura de masas como forma de consumo lo que allí se describe, que desde su origen arrastra resonancias de una transgresión que se reafirma en la frivolidad como antídoto contra los mandatos inapelables, entre ellos el más universal de la muerte. En ese momento, en aquel París del Segundo Imperio, se multiplican, entre otros muchos dispositivos políticos y culturales, los usos sociales de la fotografía. De modo que entre fotografía y cabaret habrá también una complicidad secreta que atravesará todo el siglo XX.
Como otros fotógrafos, Ilse Bing recala en París en los años treinta de ese siglo, atraída, entre otras cosas, por el paisaje urbano y humano que Brassaï consagrara en su obra de 1933, Paris de nuit. No era la única, por allí andaban haciendo visible lo que ocurría en la oscuridad otras fotógrafas como Denise Bellon, Gisèle Freund, Yvonne Chevalier, Germaine Krull y tantas otras mujeres de aquella generación de vanguardia para las que la captura de imágenes fue también una forma de liberación. Esta imagen de Ilse Bing recoge la textura borrosa y granulada de la mirada en los interiores, sometida a la luz de los focos. Entre aquellos refugios subculturales las formas se contaminan y se manchan unas a otras, y así es como en 1931 las bailarinas del cancán retratadas por Ilse Bing en el Moulin Rouge hacen volar vestidos con lunares flamencos.