La gravedad sobre su mirada
Julieta Valero
Judith Joy Ross
Filadelfia, Pensilvania, 1998
© Judith Joy Ross, courtesy Galerie Thomas Zander, Cologne
En la cultura japonesa el término Aware designa la emoción estética, acaso religiosa, que despierta la contemplación de la naturaleza. Su consecuencia en forma de palabra es el haiku, estrofa tradicional, brevísima pero infinita si está bien hecha, si quien la escribe ha sabido desaparecer para que vibre la belleza efímera del mundo: «Una mera nada, inolvidablemente significativa». Así definía Blyth esta composición cautivadora, que podría referirse también a la condición humana. La fotografía comparte con el haiku la captación instantánea, pero este la trasciende porque contiene tiempo y un orden de asombros. Sin embargo, los retratos de Judith Joy Ross, consiguen ponernos ante el suceso de cada existencia –con su compleja red de circunstancias sociales, con su temporalidad intuida– sin filtros, esteticismo ni retórica. Su forma de mirar nos regala la posibilidad de neutralizar ese yo que juzga y auto refiere cuanto observa: «Sin metáfora voy y / miro y todo es / como si no fuera yo quien lo mirara» (Olvido García Valdés). Diane Arbus, otra retratista de enorme sensibilidad y acaso una de las autoras con la que sea más interesante comparar a Ross, empleaba el flash y un trabajo previo para que los sujetos revelaran su interior; si no juicio, sentimos que hay una modificación de cada persona fotografiada. El trabajo de Ross se dirige más a la trayectoria de la experiencia, y hay una narrativa de conexión de las personas con la Historia. Retratos, haikus de una naturaleza humana que se sabe observada en su siendo, pero no sometida a veredicto. («Sin una cámara soy implacable en mis juicios. Con una cámara puedo llegar a verlo y entenderlo todo»). Una intimidad directa que parece tener su correlato en la técnica con que habitualmente imprime las fotografías, por contacto directo con el negativo.
La mayoría de las personas han aceptado esta transparencia, ser quienes son ante una extraña, por eso miran a la fotógrafa. Cómo sostienen su cuerpo revela en gran medida su personalidad, algo que se construye particularmente en la «gestión» de sus propias manos, depositarias de una expuesta fragilidad: las dejan caer, las esconden, cruzan los dedos o los brazos, las posan en las caderas, los bolsillos, tocan lo inmediato buscando asidero. Una frontal incomodidad o una frontalidad que parece asumir la extrañeza de estar vivo. Sofia, la adolescente afroamericana retratada en la serie que Ross realizó en el verano de 1998 para explorar la juventud urbana en una zona muy deprimida de Filadelfia, es una rara avis en su trabajo. Sus brazos no aparecen, ella evita mirar a la cámara, pero nada más frontal que la fuerza de la gravedad sobre su mirada. Nada menos metafórico que su verdad, su belleza.