Amanecer en La Paz, ya sin memoria
Eloísa Otero
Facundo de Zuviría
La Paz, Buenos Aires, 1986
Colección Leticia y Stanislas Poniatowski
© Facundo de Zuviría
(…) no hay nadie en los cafés repletos,
no te miento, no hay nadie.
Julio Cortázar
Interior de un café cual faro iluminado en medio de la oscura noche bonaerense. El rótulo de neón rojo sobre los acogedores ventanales protege de manera simbólica un espacio extrañamente íntimo. ¿Y qué podría ser La Paz sino este lugar de aspecto hogareño invitándonos a habitar sus entrañas? Dan ganas de adentrarse en ese refugio noctámbulo envuelto en luz tenue donde se puede leer, fumar, hablar, pensar o, simplemente, estar. Revive en el oído ese tango de oro con letra de Enrique Santos Discépolo y música de Mariano Mores, proscrito de la radio en los años cuarenta: «… ¿Cómo olvidarte en esta queja? / Cafetín de Buenos Aires / Si sos lo único en la vida / Que se pareció a mi vieja (…) En tu mezcla milagrosa / De sabihondos y suicidas / Yo aprendí filosofía, dados, timba / Y la poesía cruel / De no pensar más en mí…».
En los años ochenta también había cafetines en mi ciudad natal, donde los estudiantes alargábamos las horas hasta lo imposible, entre el humo del tabaco, el calor de la estufa y el vapor de la cafetera, con charla, lecturas, juegos, música, confidencias, sueños. En realidad, este podría ser un café de cualquier ciudad del mundo, de esos que se convierten en un segundo hogar: útero, cobijo, lugar seguro. Porque lo importante de un bar, de un café, es la gente que lo habita y, como las personas, cada cual tiene su historia y un aura propia. Los que abren por la noche suelen acoger, además, a los desesperados de la ciudad. En ese territorio sosegado, a salvo del miedo y del frío, es posible cultivar soledades, pero también amigos sin los que la vida sería mucho más difícil.
La confitería-café La Paz se fundó en 1944, antes del fin de la segunda guerra mundial, en una ciudad caracterizada por la inmigración y el desarraigo. Ubicado en una avenida Corrientes, esquina con Montevideo, que no dormía nunca, sobre sus mesas se acodaron intelectuales, artistas, estudiantes, periodistas, militantes de izquierda… incluso delatores y espías. Porque toda paz es precaria por definición. O, como tituló Miguel Torga una de sus antologías, «La paz posible es no tener ninguna».
Se cuenta que, una noche de 1967, la joven estudiante Lilia Ferreyra entró en La Paz con el libro Un kilo de oro bajo el brazo. Lo acababa de comprar en una librería de las que entonces permanecían abiertas hasta la madrugada, y el amigo que iba con ella le señaló, sentado ante una mesa, al autor, Rodolfo Walsh, quien miró a Lilia, le sonrió y desde ese día no se separaron más… hasta el 25 de marzo de 1977, cuando él fue secuestrado y desaparecido. Walsh, que ejerció el periodismo clandestino durante el primer año de la dictadura, quizá escribió ahí mismo su Carta de un escritor a la Junta Militar. El escritor David Viñas, otro cliente habitual, fue uno de los miles que tuvo que exiliarse. A su regreso halló muy cambiado aquel café donde solía citarse con Ricardo Piglia, y donde pudo encontrarse al fin con su nieta, hija de uno de sus dos hijos desaparecidos.
Pero, aunque Argentina recuperó la democracia en 1983, al otro lado de la cordillera la pesadilla continuaba. Si ampliamos la fotografía, a la izquierda, se distinguen al menos dos carteles que rezan: «Por Chile libre hoy…». Y, justo debajo de las ventanas, aclarando la imagen, surgen dos grafitis que acaso dicen: «Trabajo para todos, también para los criollos», «No a la impunidad».
Sí, la democracia volvió a llenar La Paz de jóvenes con libros y melenas, que leían y fumaban y escribían a resguardo de la friolera y de lo oscuro, pero ya nada volvió a ser como antes. Faltaba toda una estirpe de coetáneos, la de los desaparecidos y asesinados, la de los exiliados, la que le dio sentido y vida a ese rótulo de neón rojo, ya tan vintage, ya sin significado, ya sin memoria…
Eloísa Otero es escritora y periodista.