El ímpetu de mis ancestros
Ana Quiroga
Judith Joy Ross
Madame Magassouba, Porte de Clignancourt, París, 2003
© Judith Joy Ross, courtesy Galerie Thomas Zander, Cologne
Pienso en esa tarde en la que Madame Magassouba, en la Porte de Clignancourt, en los suburbios del norte de París, le concede, como quien entrega un raro obsequio, parte de su tiempo a la fotógrafa nacida en Pennsylvania. Ha comenzado el nuevo milenio, y sin embargo, la ve trajinar con un vetusto equipo de trece kilos y se pregunta si esa mujer de piel rosada logrará, al disparar la cámara, develar qué es lo que Madame lleva en su interior. Ha nacido en la Guinea francesa, en tierras de la poeta Koumanthio Zeinabou Diallo autora de Moi, femme y de los versos: «Esperaré que crezca nuestro poema azul,/ y que se superponga a nuestro gusto/ hierbas de palabras suspendidas/ en la frontera de nuestros labios».
Madame Magassouba no habla sobre pétalos, ni describe el amor ni los crepúsculos; lleva tenaz su tarea en defensa de niños y mujeres en áreas del gobierno. Entreteje a su modo, en su mirada, su propio discurso y su propia insondable poesía.
Se demoran las manos blancas en un girar la lente, hay precisión y búsqueda. Madame Magassouba, su cuerpo entregado y dispuesto, expresa, atemporal, ‘vengan a mí todas las tempestades que yo les haré frente, no con la fortaleza de los poderosos sino con la sabia indiferencia de los que llevamos el origen del tiempo entre los ojos. Así también iré yo a tierras extrañas, y me pasearé como una reina distante, sumergida dentro de mí misma, viendo cada una de las cosas desde las profundidades de un antiguo cansancio, de una decepción que no cede. La resignación me ha quitado la fe ciega en mis propios brazos pero late mi pecho con el ímpetu de mis ancestros. Es mi silencio el que les habla. El que recita. El que repite que ya ha sido suficiente’.
Las dos son extranjeras. En el abrazo, al despedirse, les cuesta dejar ir una a la otra.